Los milagros de cada día.


Síntoma de un espíritu fácil y superficial es acostumbrarse a lo pequeño hasta no darle importancia y asombrarse o ambicionar sólo aquello que resulta humanamente espectacular.


Nos acostumbramos a pasar de largo ante esos pequeños grandes milagros que cuajan nuestro día a día y en los que deberíamos advertir con estremecimiento la mano paterna y oculta de Dios



 Un nuevo día que comienza, lleno de afanes y trabajos, es un talento más que nos regala el Dueño de la viña. La creación que nos rodea es sostenida en la existencia por ese corazón solícito y providente de Dios, siempre desvelado por el amor a sus criaturas.
Cada uno de los instantes de tu vida, de tu actividad, de tu respiración, de tu inteligencia, de tu corazón, no son tuyos ni te los puedes dar a ti mismo sino que te los regala el Dueño y Señor Único de la vida.



Nos acostumbramos a pasar ante los dones de Dios como un tren que va dejando atrás rápidos paisajes, sin que nos dé tiempo a apreciar de ellos la rica policromía de sus detalles. Reclamamos de Dios sus dones, apelando a nuestros derechos de criaturas, para dilapidar después esa parte de herencia recibida cada día y vivir como hijos pródigos, muy lejos de la casa del Padre.

O quizá nos quedamos en casa, disfrutando de los bienes que el hijo mayor ha recibido, pero no llegamos a ver en Dios el rostro de un Padre. No te acostumbres a la cotidiana sencillez con que Dios se te da en los minúsculos detalles de tu día a día. Asómbrate ante lo pequeño, como el niño que no se cansa de necesitar los ojos y las caricias de su madre.



Vive tu jornada con el alma rebosante de gratitud por esos brazos de Dios que te envuelven y rodean con la inmensidad de un amor sin límites.  


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