A MI MAESTRA


Por María Díaz Torre de Barroso

En la década de los treinta del pasado siglo XX el México de provincia no contaba con buenas escuelas; la inestabilidad política y la persecución religiosa impidieron por muchos años que los colegios privados fueran reabiertos y la educación pública era aún muy limitada. 
Fue así que en varias ciudades del país en esa época se habilitaban en las casas grupos de escuelitas improvisadas donde las mamás de un grupo de niños los instalaba en una casa para que algún maestro o mentor los iniciara o les permitiera continuar sus estudios.

Las casas que tenían suficiente espacio, como la mía, en mi natal Aguascalientes  contaban con lo que se llamaba el “segundo patio”; y así fue que mi madre lo cedió y se instaló un salón de clases, donde varios niños hijos de sus amigas y vecinos empezamos a aprender lo que se día entonces las “primeras letras”, o sea un nivel básico de educación.

Mi madre estaba muy contenta con la realización del proyecto para que no se retrasara nuestra entrada posterior a algún colegio que se pudiera abrir, ya que ella misma no había podido concluir su carrera de maestra por la clausura de la escuela Normal de Guadalajara, donde había nacido.

Todos los niños estábamos muy entusiasmados por conocer a nuestra maestra el primer día de clases. Apareció una señorita muy bien arreglada con un vestido de flores estampadas y una sombrilla anaranjada. Su sonrisa, su voz y su cariñoso saludo nos cautivó desde el primer momento. 
Su presencia fue por cuatro años un gran regalo para todos,  especialmente para mí que la quise y la admiré siempre pues nos llenaba cada día de nuevas sorpresas agradables; nos ayudó a descubrir  los secretos del mundo y la importancia de contar con un Dios Amigo de los niños.


Por las mañanas teníamos lecciones de lectura, escritura, gramática, números y geografía, pero  siempre había tiempo para cantar y reírnos, así como brincar a la hora del recreo. No había un programa bien definido, pero algo había en ese sistema tan personal de ella, que yo aprendí como una esponjita a retener todo lo que nos decía, de tal manera que aún no lo he olvidado.

Muchas veces se quedaba a comer y por la tarde nos contaba cuentos o historias maravillosas, así  como el catecismo y en el patio jugábamos a la roña, a los encantados, a Doña Blanca y a los quemados. No recuerdo que hayamos peleado, pues siempre tenía una palabra conciliatoria que todo quedaba resuelto con un apretón de manos. También nos enseñaba a resolver rompecabezas o adivinanzas, así como a jugar con las cartas españolas, en ocasiones acompañada de mi abuela María que nos visitaba a menudo y que también era muy alegre.

Cuando llegó la hora de venirnos a vivir a la capital con el objeto de continuar nuestro programa educativo e incorporarnos a los colegios que    recién se   abrían y más tarde al posible   acceso a la
Universidad, cumpliendo así la ilusión   de nuestros papás, tuvimos que dejar atrás esa época maravillosa en nuestra querida escuelita y despedirnos de nuestra querida Seño, a quien tanto le  debemos mi hermano y yo
Tan bien preparados veníamos que a mí me hicieron una prueba para ingresar con las monjas del Verbo Encarnado en el colegio Anglo Español y me pusieron en tercer grado de primaria, cuando no había cumplido los siete años. Nunca creyeron que a los cinco, cuando hice la primera comunión yo ya leía de corrido mi devocionario  y escribía sin faltas de ortografía. Todo ello fruto de sus buenas enseñanzas.

 Gracias querida Seño

El último día de clases nos prometió que nos visitaría y varias veces estuvo en la ciudad. Todos la recibíamos con mucho cariño, hasta que cumplí quince años. Más tarde tuvo varios cargos en la Secretaría de Educación Estatal de Aguascalientes, pues fue muy reconocida, pero nunca nos olvidó. Además de maestra fue una gran amiga a la que recuerdo después de casi setenta años, ya que Dios me ha permitido vivir un poco más.

    Se llamaba Carmen Morales y sus enseñanzas marcaron para bien el rumbo de  mi vida. 


Hoy Dios me ha dado la oportunidad de agradecerle todo lo bueno que de ella recibí, con esta pequeña semblanza de su imagen.
 Descanse en paz.
                                        


                                        

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