Ya próxima
la proclamación de Juan Pablo II como santo de la Iglesia Católica, ha llevado
a muchos a recordar lo que este Papa dejo a millones de personas a lo largo y
ancho del planeta. Con una personalidad de comunicador nato y una energía que
lo impulso a recorrer el mundo para llevar el mensaje de Cristo, tuvo la gracia
de hacer sentir a cada individuo el Amor personal de Dios.
Fiel a las enseñanzas
de Jesús y de su Iglesia, Juan Pablo II
dedico muchos de sus escritos, sermones, esfuerzos y preocupaciones a temas
clave del siglo XX. Contrario a lo que muchos pueden pensar sobre la postura misógina
de la Iglesia Católica, uno de los temas recurrentes en su Pontificado fue la
mujer. Y esto lo podemos ver concentrado en uno de sus documentos que sigue
siendo actual: Mulliréis Dignitatem.
Esta Carta Apostólica
principia recogiendo los esfuerzos de la Iglesia desde tiempos Conciliares, y
aun anteriores, por abordar el tema de la dignidad de la mujer , siempre
subrayando la importancia de su labor y pape dentro de la Iglesia y el mundo.
<Por eso, en este
momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres
llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no
decaiga».(1)
Para mostrar que tan enraizad
esta la apreciación y valoración de la mujer en la fe católica , Juan Pablo II
nos lleva por un viaje a través de los momentos en que Dios, a través de la
escritura, se expresa sobre ella y se relaciona con ella. Empieza tocando la
igualdad en dignidad de la mujer y el hombre ,con el reconocimiento del valor
de sus diferencias, al atribuirse Dios mismo cualidades de ambos:
<El hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea
imagen de Dios no significa solamente que cada uno de ellos individualmente es
semejante a Dios como ser racional y libre; significa además que el hombre y la
mujer, creados como «unidad de los dos» en su común humanidad, están llamados a
vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de
amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo
misterio de la única vida divina>.(2)
<….se debe tener muy en cuenta también cuando, en diversos lugares de
la Sagrada Escritura (especialmente del Antiguo Testamento), encontramos comparaciones
que atribuyen a Dios cualidades «masculinas» o también «femeninas». En
ellas podemos ver la confirmación indirecta de la verdad de que ambos, tanto el
hombre como la mujer, han sido creados a imagen y semejanza de Dios.>(2)
<La mujer se encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento
salvífico. La autorrevelación de Dios, que es la inescrutable unidad de la
Trinidad, está contenida, en sus líneas fundamentales, en la anunciación de
Nazaret.> (2)
<Precisamente aquella «mujer» está presente en el acontecimiento
salvífico central, que decide la «plenitud de los tiempos» y que se realiza en
ella y por medio de ella.>(2)
<Es algo universalmente admitido —incluso por parte de quienes se ponen
en actitud crítica ante el mensaje cristiano—que Cristo fue ante sus
contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la
vocación correspondiente a esta dignidad. A veces esto provocaba estupor,
sorpresa, incluso llegaba hasta el límite del escándalo. «Se sorprendían de que
hablara con una mujer» (Jn 4, 27) porque este comportamiento era diverso
del de los israelitas de su tiempo. Es más, «se sorprendían» los mismos
discípulos de Cristo>(2)
<Cristo habla con las mujeres acerca de las cosas de Dios y ellas le
comprenden; se trata de una auténtica sintonía de mente y de corazón, una
respuesta de fe. Jesús manifiesta aprecio por dicha respuesta, tan «femenina»,
y —como en el caso de la mujer cananea (cf. Mt 15, 28)— también
admiración. A veces propone como ejemplo esta fe viva impregnada de amor; él enseña,
por tanto, tomando pie de esta respuesta femenina de la mente y del
corazón>.(2)
Basado en esta
dignidad, Juan Pablo desenmascara algunas de las raíces de los problemas que,
en todas las épocas, ha enfrentado la
mujer al ver esta dignidad atacada, denigrada y abandonada; raíces muy
adentradas en la naturaleza caída y débil de la humanidad misma. Además incluye
la parte que el hombre juega en esta problemática. Muestra la actitud de Jesús
que cuestiona al hombre sobre el estado de la mujer como corresponsable del mismo,
especialmente en la escena de la mujer adúltera que sería apedreada:
<Jesús
entra en la situación histórica y concreta de la mujer, la cual lleva
sobre sí la herencia del pecado. Esta herencia se manifiesta en aquellas
costumbres que discriminan a la mujer en favor del hombre, y que está enraizada
también en ella. Desde este punto de vista el episodio de la mujer «sorprendida
en edulterio» (cf. Jn 8, 3-11) se presenta particularmente elocuente.
Jesús, al final, le dice: «No peques más», pero antes él hace
conscientes de su pecado a los hombres que la acusan para poder lapidarla,
manifestando de esta manera su profunda capacidad de ver, según la verdad, las
conciencias y las obras humanas. Jesús parece decir a los acusadores: esta
mujer con todo su pecado ¿no es quizás también, y sobre todo, la confirmación
de vuestras transgresiones, de vuestra injusticia «masculina», de vuestros
abusos?> (2)
Y
abunda en la postura que la mujer ha tomado para solucionar esa problemática,
indicando que se perderá su esencia de mujer, que es sumamente valiosa para la
humanidad, en ese intento por solucionarla con los mismos métodos de dominio
que ella sufre por parte del hombre y que condena:
<Por tanto, también la justa oposición de la mujer frente a lo que
expresan las palabras bíblicas «el te dominará» (Gén 3, 16) no puede de
ninguna manera conducir a la «masculinización» de las mujeres. La mujer —en
nombre de la liberación del «dominio» del hombre— no puede tender a apropiarse
de las características masculinas, en contra de su propia «originalidad»
femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no llegará a
«realizarse» y podría, en cambio, deformar y perder lo que constituye su
riqueza esencial. Se trata de una riqueza enorme>(2)
Pero el interés central de Juan Pablo II es el de dejar clara la
vocación de la mujer y el centro de su felicidad según el plan de Dios y esta
vocación es la del amor. Esta vocación se realiza y la hace sentirse plena en
el donarse al otro, es decir, dar amor y acoger el amor:
<Cuando afirmamos
que la mujer es la que recibe amor para amar a su vez, no expresamos sólo o
sobre todo la específica relación esponsal del matrimonio. Expresamos algo más
universal, basado sobre el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de las
relaciones interpersonales, que de modo diverso estructuran la convivencia y la
colaboración entre las personas, hombres y mujeres. En este contexto amplio y
diversificado la mujer representa un valor particular como persona humana y,
al mismo tiempo, como aquella persona concreta, por el hecho de su
femineidad. Esto se refiere a todas y cada una de las mujeres,
independientemente del contexto cultural en el que vive cada una y de sus
características espirituales, psíquicas y corporales, como, por ejemplo, la
edad, la instrucción, la salud, el trabajo, la condición de casada o
soltera.> (2)
Finalmente recalca la
importancia de la presencia femenina en todas las esferas de la vida humana,
para humanizarlas y no dejar a la humanidad perdida en el vacío de su falta de
humanismo:
<En nuestros días
los éxitos de la ciencia y de la técnica permiten alcanzar de modo hasta ahora
desconocido un grado de bienestar material que, mientras favorece a algunos,
conduce a otros a la marginación. De ese modo, este progreso unilateral puede
llevar también a una gradual pérdida de la sensibilidad por el hombre, por
todo aquello que es esencialmente humano. En este sentido, sobre todo el
momento presente espera la manifestación de aquel «genio» de la mujer,
que asegure en toda circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho
de que es ser humano.>(2)
Por todo esto, podemos
afirmar, sin temor a equivocarnos, que Juan Pablo II será recordado como uno de
los grandes impulsores de la dignidad y valor especial de la mujer dentro
de la Iglesia Católica y fuera de
ella.
Por Ana Elena Barroso
(1) Concilio Vaticano II, que en el
Mensaje final
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