Hay
quienes crecen sin ni siquiera conocer a sus abuelos, crecen sanos y muy
felices y no les hacen falta. Pero hay quienes crecen con ellos y son más
felices, porque Dios concede a los abuelos la riqueza de hacer felices a
los nietos, trasmitiéndoles la sabiduría y la experiencia de su vida. Es un
tesoro que tienen que apreciar las nuevas generaciones.
Los
abuelos son los encargados de enseñar a sus nietos a rezar, a acercarlos a lo
sobrenatural, a elevar las plegarias a Dios, a conocer su religión, a vivir más
de cerca las tradiciones, a apreciar las costumbres de la familia y estar
orgullosos de ellas.
Los
abuelos son el refugio de los nietos cuando sus padres no los entienden. En
ellos encuentran el aliado ideal para sentirse comprendidos cuando exigen cosas
incomprensibles como bañarse todos los días, comer verduras, dormir a cierta
hora, etc.
Cuando
somos pequeños, sólo basta con cerrar los ojos y nos adentramos en un mundo
mágico de “Había una vez en un lejano
país...”, vuela la imaginación hacia el país del -nunca jamás-. Los
abuelos están hechos de azúcar, dulces para el alma; con brazos largos para
abrazar y para consentir. Con orejas muy grandes para escuchar y para entender
a los nietos. No hablan el mismo idioma pero se entienden perfecto.
Es
una bendición tener por lo menos un abuelo y crecer con él. Es como tener una
hada madrina, que tampoco no pasa nada si no la tienes, pero si la tienes es
más divertido, porque te concede todo lo que quieres con sólo pedirlo, desde el
platillo más exquisito, hasta el regalo más sofisticado. Crecer con ellos,
tenerlos cerca es una bendición de Dios.
En
la adolescencia abuelos y nietos se vuelven los mejores confidentes, la
vida cambia en su compañía. Cuando llega la edad adulta la riqueza de su
sabiduría nos ayuda a enfrentarla con más cordura.
No
cabe duda que los abuelos son un plus en la vida de sus nietos.
Por Cynthia Benassini
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