El Evangelio de este domingo dejo en evidencia
cuánto difieren los pensamientos de Dios de los pensamientos de los hombres.
Los pensamientos de Dios sobre el Mesías y su misión eran unos; los pensamientos
de los hombres sobre estos mismos temas eran otros completamente distintos.
Aquí se cumple lo dicho por Dios a su pueblo por medio del profeta Isaías:
"Vuestros pensamientos no son mis pensamientos, ni vuestros caminos mis
caminos; cuanto superan los cielos a la tierra, así superan mis caminos a
vuestros caminos y mis pensamientos a vuestros pensamientos" (Is 55,8-9).
Si los pensamientos de Dios son la Verdad, los de los hombres son la vanidad.
¿Qué podemos hacer nosotros para tener los pensamientos de Dios? Esto es lo que
nos enseña el Evangelio.
Pedro acababa de decir a Jesús: “Tú eres el Cristo,
el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Y Jesús había confirmado la verdad de esta
declaración, afirmando: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque esto
no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”
(Mt 16,17). Pedro era bienaventurado, porque lo que aquí declaró no era
pensamiento de hombres, sino pensamiento de Dios. Los pensamientos de los
hombres eran otros: “Que tú eres Juan el Bautista o Elías o Jeremías”.
¡Difieren mucho!
Una vez que los apóstoles han alcanzado la
convicción de que Jesús es el Mesías -y en esto piensan como Dios-, entonces
Jesús quiere hacerles dar un paso más y comienza a manifestarles los pensamientos
de Dios acerca de la misión del Mesías:
“Comenzó Jesús a manifestar a sus
discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos,
los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día”.
Estos son los pensamientos de Dios, pero difieren mucho de los pensamientos de
los apóstoles y de los del mismo Pedro. Les chocaba sobre todo aquello de
“sufrir mucho y ser matado”.
No habría importado si Pedro hubiera aceptado con
paciencia su incapacidad y hubiera creído en esas palabras, aunque, por ahora,
no las entendiera, tanto más si las decía el mismo a quien él había confesado
como “Hijo de Dios”. Pero quiso hacer prevalecer sus pensamientos humanos
contra los de Dios:
Se puso a reprender a Jesús diciendo: ‘¡De ningún modo te
sucederá eso!’”. Y de esta manera, estaba poniendo obstáculos en el camino de
Jesús.
Inducirnos a pensar de manera diversa a la de Dios
es la obra de Satanás. Esto es lo que hizo Pedro en su intervención. Queriendo
imponer sus pensamientos, Pedro, sin saberlo, estaba asumiendo el rol de
Satanás. Por eso Jesús lo desenmascara diciéndole: “¡Quítate de mi vista,
Satanás! ¡Tropiezo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios,
sino los de los hombres!”.
Este Evangelio nos enseña entonces que para tener
los pensamientos de Dios debemos acoger la palabra de Jesús, “conservarla con
corazón bueno y recto” (cf. Lc 8,15) y perseverar en ella, aunque de momento no
la entendamos. Esto es lo que hacía la Virgen María: “Conservaba todas las palabras
en su corazón” (Lc 2,51). Esto es lo que hacía San Pablo, quien llega al
extremo de decir: “Nosotros tenemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16)
Para
cerciorarnos de que en cada circunstancia tenemos los pensamientos de Dios
debemos leer el Evangelio con corazón humilde, hasta llegar a identificar
nuestra mente con la mente de Cristo.
Como queriendo ejercitarnos en esto, Jesús hace
algunas afirmaciones que revelan su mente y que contrastan con la mentalidad
humana imperante:
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame”.
Aquí se explica por qué son tan pocos los que lo
siguen; porque hay que “negarse a sí mismo y tomar la cruz”, se entiende, para
morir en ella. Estos son los pensamientos de Dios; los pensamientos de los
hombres buscan, en cambio, imponerse, afirmarse y procurar los placeres de este
mundo rehuyendo todo sacrificio.
Allí donde la cruz de Cristo resulta un tema
incómodo o como “nada que ver”, allí reinan los pensamientos humanos. Allí
habría que repetir lo que San Pablo repetía en su tiempo con lágrimas: “Muchos
viven como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición... no
piensan más que en las cosas de la tierra” (Fil 3,18.19).
Los pensamientos de
los hombres son muerte, los de Dios son vida.
Lo más valioso que cada uno tiene es la vida. La
vida humana es un don de Dios. Según la mente de Jesús, la vida de cada uno
vale más que el mundo entero: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo
entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?”.
En la hipótesis de que alguien pudiera poseer el mundo entero, ¿de qué le
serviría si está muerto? Pero este don inestimable que es la vida, lo hemos
recibido no para cuidarlo afanosamente y regalarlo con toda clase de placeres
de este mundo, sino para entregarlo. La vida nos ha sido dada para entregarla.
El que se niegue a entregarla, quiera o no quiera, la perderá; día a día la irá
perdiendo inexorablemente y, al final, la perderá del todo.
En cambio, el que
la entregue, la encontrará; encontrará una vida que estaba oculta, que no
conocía, una vida que es llena de gozo y que no tiene fin: la verdadera vida.
La mayoría de los hombres no conocen esta vida, porque se resisten a entregar
su vida por Cristo. A esto se refiere Jesús cuando dice: “Quien quiera salvar
su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará".
De
Felipe Bacarreza Rodríguez Obispo Auxiliar de Concepción, 31/08/2014
“Señor Jesús, mucho te amo, pero que difícil me
marcas el camino. A veces siento que no puedo seguirlo. Jesús mío, ven en mi
auxilio, sola no puedo ni siquiera intentarlo; solo si me tomas de la mano, me
das fuerza y me guías y me acompañas; me levantas y enjugas mis heridas; me
mantienes alerta, me sacudes para salir de mi apatía. Solo contigo, Señor puedo
seguirte…”
--
Cuca Ruiz
Comentarios
Publicar un comentario