Una
observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles
equívocos al leer lo que el Evangelio de este domingo dice de la riqueza: Jesús
jamás condena la riqueza ni los bienes terrenos por sí mismos.
Entre sus amigos
está José de Arimatea, hombre rico; Zaqueo es declarado salvado, aunque retenga
para sí la mitad de sus bienes, que, visto el oficio de recaudador de impuestos
que desempeñaba, debían ser considerables.
Lo que condena es el apegamiento
exagerado al dinero y a los bienes, hacer depender de ellos la propia vida y
acumular tesoros sólo para uno. La Palabra de Dios llama al apegamiento
excesivo al dinero “idolatría”.
El dinero no es uno de
tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia. Es el anti-dios porque crea una
especia de mundo alternativo, cambia el objetivo a las virtudes teologales: Fe,
Esperanza y Caridad, ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se realiza una
siniestra inversión de todos los valores.
“Nada
es imposible para Dios”, dice la Escritura, y también: “Todo es posible para quien cree”.
Pero el mundo dice: Todo es
posible para quien tiene dinero.
La
avaricia, además de la idolatría, es asimismo fuente de infelicidad; el avaro
es un hombre infeliz, desconfiado de todos, se aísla. No tiene afectos, ni
siquiera entre los de su misma carne, a quienes ve siempre como aprovechados y
quienes, a su vez, alimentan con frecuencia respecto a él un solo deseo de
verdad: que muera pronto para heredar sus riquezas. Tenso hasta el espasmo para
ahorrar, se niega todo en la vida y así no disfruta ni de este mundo ni de
Dios, pues sus renuncias no se hacen por Él. En vez de obtener seguridad y
tranquilidad, es un eterno rehén de su dinero.
Pero Jesús
no deja a nadie sin esperanza de salvación, tampoco al rico. Cuando los
discípulos, después de lo dicho sobre el camello y el ojo de la aguja,
preocupados le preguntaron a Jesús: “Entonces ¿quién podrá salvarse?”,
Él respondió: “Para los hombres, imposible; pero no para Dios”. Dios puede
salvar también al rico. La cuestión no es: si el rico se salva, (esto no ha
estado jamás en discusión en la tradición cristiana), sino, qué rico es el que
se salva.
Jesús
señala a los ricos una vía de salida de su peligrosa situación: “Acumúlense
tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan”; “háganse
amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en
las eternas moradas”. Se diría que Jesús aconseja a los ricos transferir
su capital al exterior. Pero no a Suiza sino al cielo.
Muchos, dice San Agustín:
se afanan en meter su propio dinero bajo tierra, privándose hasta del placer de
verlo, a veces durante toda la vida, con tal de saberlo seguro. Y prosigue:
Dios te ofrece, en los pobres, a los porteadores; ellos van allí donde tú
esperas ir un día. La necesidad de Dios
está aquí, en el pobre, y te lo devolverá cuando vayas allí.
Pero está claro que la
limosna de calderilla y la beneficencia ya no es hoy el único modo de emplear
la riqueza para el bien común, ni probablemente el más recomendable. Existe también el de
pagar honestamente los impuestos, crear nuevos puestos de trabajo, dar un
salario más generoso a los trabajadores cuando la situación lo permita, poner
en marcha empresas nuevas. En resumen,
poner a rendir el dinero, hacerlo fluir. Ser canales que hacen circular el
agua, no lagos artificiales que la retienen sólo para sí. De la homilía del P.
Raniero Cantalamessa, para el XXVIII Domingo Ordinario.
“Señor Jesús, yo no tengo mucho dinero para darlo a mis hermanos, no
tengo talento para empezar empresas para hacerlo fluir…Pero te pido que pongas
junto a los tesoros que están en el cielo mi humilde trabajo, mis oraciones y
las pocas cosas que puedo hacer…”.
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