En su próxima visita a México, el Papa Francisco visitará
los dos extremos de nuestro país: Chiapas y la frontera de Ciudad Juárez. Esto no es una casualidad
o una mera repartición geográfica de su actividad pastoral sino que tiene un
significado más profundo: la gran preocupación que el tema de los migrantes y
los refugiados tiene para él y para la Iglesia Católica y que no pudo enfatizar
lo suficiente en su reciente visita a los vecinos Estados Unidos.
Con estas visitas,
busca interpelar nuestras actitudes ante los dos extremos de este fenómeno
demográfico humano: México es un país de emigrantes que buscan oportunidades en
el país americano, pero también es un país de inmigrantes, principalmente
centroamericanos, que buscan mejores horizontes en nuestras tierras o están de
paso hacia el norte.
Desde la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado que se
celebró en Roma en enero de este año, el Papa ha ido insistiendo en tomar
conciencia de los problemas por los que atraviesan y de los abusos de que son objeto:
“En nuestra época, los flujos migratorios están en continuo aumento en
todas las áreas del planeta: refugiados y personas que escapan de su propia
patria interpelan a cada uno y a las colectividades, desafiando el modo
tradicional de vivir y, a veces, trastornando el horizonte cultural y social
con el cual se confrontan.
Cada vez con mayor frecuencia, las víctimas de la violencia y de la pobreza, abandonando sus tierras de origen, sufren el ultraje de los traficantes de personas humanas en el viaje hacia el sueño de un futuro mejor. Si después sobreviven a los abusos y a las adversidades, deben hacer cuentas con realidades donde se anidan sospechas y temores. Además, no es raro que se encuentren con falta de normas claras y que se puedan poner en práctica, que regulen la acogida y prevean vías de integración a corto y largo plazo, con atención a los derechos y a los deberes de todos.” (1)
Cada vez con mayor frecuencia, las víctimas de la violencia y de la pobreza, abandonando sus tierras de origen, sufren el ultraje de los traficantes de personas humanas en el viaje hacia el sueño de un futuro mejor. Si después sobreviven a los abusos y a las adversidades, deben hacer cuentas con realidades donde se anidan sospechas y temores. Además, no es raro que se encuentren con falta de normas claras y que se puedan poner en práctica, que regulen la acogida y prevean vías de integración a corto y largo plazo, con atención a los derechos y a los deberes de todos.” (1)
Además, presenta lo que la fe católica aporta para arrancar
de raíz esta problemática con la cultivación de una “cultura del encuentro”:
“¿Cómo hacer de modo que la integración sea una experiencia
enriquecedora para ambos, que abra caminos positivos a las comunidades y
prevenga el riesgo de la discriminación, del racismo, del nacionalismo extremo
o de la xenofobia?”
“El cuidar las buenas relaciones personales y la capacidad de superar
prejuicios y miedos son ingredientes esenciales para cultivar la cultura del
encuentro, donde se está dispuesto no sólo a dar, sino también a recibir de los
otros. La hospitalidad, de hecho, vive del dar y del recibir.”
“En esta perspectiva, es importante mirar a los emigrantes no solamente
en función de su condición de regularidad o de irregularidad, sino sobre todo
como personas que, tuteladas en su dignidad, pueden contribuir al bienestar y
al progreso de todos, de modo particular cuando asumen responsablemente los
deberes en relación con quien los acoge, respetando con reconocimiento el
patrimonio material y espiritual del país que los hospeda, obedeciendo sus
leyes y contribuyendo a sus costes.” (2)
Pero no se queda ahí, sino que, reconociendo la labor de
tantas asociaciones que trabajan para atender a los migrantes, también señala que el origen fundamental del fenómeno
de la migración se encuentra en las razones por las que las personas tienen que
migrar y la urgencia de resolver lo que las empuja a dejar sus hogares:
"La Iglesia apoya a todos los que se esfuerzan por defender los
derechos de todos a vivir con dignidad, sobre todo ejerciendo el derecho a no
tener que emigrar para contribuir al desarrollo del país de origen. Este
proceso debería incluir, en su primer nivel, la necesidad de ayudar a los
países del cual salen los emigrantes y los prófugos.
Así se confirma que la
solidaridad, la cooperación, la interdependencia internacional y la ecua
distribución de los bienes de la tierra son elementos fundamentales para actuar
en profundidad y de manera incisiva sobre todo en las áreas de donde parten los
flujos migratorios, de tal manera que cesen las necesidades que inducen a las
personas, de forma individual o colectiva, a abandonar el propio ambiente
natural y cultural.” (3)
Pero las actitudes y rechazos que giran alrededor de la
migración se tejen todos los días en nuestras comunidades y familias.
El Papa nos invita a todos a reflexionar cual es nuestra actitud y la de nuestra cultura hacia las personas que empiezan a hacer hogar en nuestros países y a unirnos al espíritu del Año de la Misericordia para solidarizarnos con aquellos que sufren esta situación:
El Papa nos invita a todos a reflexionar cual es nuestra actitud y la de nuestra cultura hacia las personas que empiezan a hacer hogar en nuestros países y a unirnos al espíritu del Año de la Misericordia para solidarizarnos con aquellos que sufren esta situación:
“En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas,
a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a
curarlas con la solidaridad y la debida atención.
No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye.
Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad.”
No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye.
Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad.”
“Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera
de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el
egoísmo. (15) ” (4)
Por Ana Elena Barroso
(2)
IDEM
(3)
IDEM
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