El Regalo de la Confesión. 1ª. Parte.


 

 


 

Las plantas y los animales para crecer y desarrollarse, necesitan luz y aire, agua y alimento. Si estos le faltan pierden color, frescura, energía, y poco a poco mueren. Y los animales necesitan crecer sin ataduras, para llegar a ser lo que tienen que ser. Por ejemplo, a un águila cuando le cortan las alas, no puede volar a las alturas, que es su medio natural. Se quedará a ras del suelo. Y si le empiezan a crecer las alas pero está atada con un cordel, tampoco podrá volar, y aunque lo intente, el resultado será el mismo: se quedará en el suelo y no podrá evitar la muerte.
 
 
 
 
 

 

Pues lo mismo sucede con nosotros los hombres. Fuimos creados por Nuestro Padre Dios con todo amor, pero por el pecado estamos atados y no podemos llegar a ser lo que Él quiere que seamos. Y porque nos quiere tanto, porque somos tan importantes para Él, envió a su único hijo, Jesucristo, a liberarnos del pecado y abrirnos las puertas del cielo.

 

Y Cristo, cumpliendo en todo la voluntad del Padre, además de hacerse hombre y morir por nosotros, pensando seguramente cómo amarnos y ayudarnos aún más, instituye los sacramentos, que son signos sensibles de su misericordia para santificarnos, que es participar de la vida de Dios recibiendo su gracia y cumpliendo su voluntad.

 

Así es como Cristo instituyó los 7 sacramentos y no hay uno solo de éstos en los que no haya alegría. Pero el sacramento de la Penitencia o Reconciliación es, en ciertos aspectos, el más alegre de todos, porque es el encargado de devolver la amistad entre el alma y Dios.

 

Es muy cierto: la Confesión quita las ataduras que nos impiden volar hacia Dios Nuestro Padre. Esas ataduras son nuestros pecados personales. La Confesión rompe esos amarres y así nos hace capaces de volvernos con toda el alma a Dios.

 

Así es como lo consideran en el cielo, en donde un pecados que recibe el perdón produce mayor alegría que 99 justos que no necesitan de él. Veamos como en tiempos de Jesús, todos sus perdones terminaban en banquetes. Zaqueo, Mateo y el Hijo Pródigo celebraron con un banquete su reconciliación con Dios. Cristo gentilmente se invitaba a sí mismo a la mesa de esos pecadores, antes de invitarles, a su vez, a la mesa de su comunión.

 
 
 
 Leamos con atención la parábola del Hijo Pródigo, y encontraremos la lección que nos da Cristo en esta parábola: Si queremos iniciar una vida de santidad y de unión con Dios, tenemos que comenzar por arrepentirnos, rectificar nuestro camino y tratar de ser mejores personas, Eso es lo que nos pide cuando dice “convertiros y creed en la Buena Nueva”.
 
 
 

 

 ¿Pero qué significa “convertirse”? Es cambiar de rumbo, no seguir pegados al suelo, mirar al infinito, pensar en lo que tengo que quitar de mi vida, en cortar con ese pecado que me ata aunque sea con un cordelito transparente o quizá con un cordel tan grueso como una reata, pero que impide ir hacia mi Padre Dios.

 

Eso es la confesión: un encuentro con Dios en la fe, en la esperanza y en el amor. Es descubrir que aún tengo remedio y que Dios puede hacer algo maravilloso conmigo y de mí.

 

Es Dios, que siempre me espera con los brazos abiertos, para darme otra oportunidad. Es un morir al “hombre viejo”.  Es un volver a nacer, para recibir una nueva creación de parte de Aquel que me ama y se entregó por mí.



 Por :
Dulce María Fernández G.S

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