Es
cierto. Últimamente podemos aplicarnos el dicho “llueve sobre mojado”. No acabamos de apoyar suficientemente a Chiapas, Tabasco, Veracruz, Guerrero,
Tabasco, etc., cuando nos llega otra nueva catástrofe, afectando ahora a la
Ciudad de México, Puebla, Morelos y no sabemos exactamente cuántas otras
localidades de nuestro vasto territorio.
Y
sin embargo, aquí estamos todos, dispuestos a servir de manera personal o como
comunidad, pero de forma organizada, porque a pesar de los aislados actos de
pillaje que no tienen nombre ni queremos calificarlos, la solidaridad es uno de
los muchos valores que hemos aprendido desde pequeños gracias al ejemplo de
nuestros padres, familiares y gente mayor. La
fe en Cristo y en la Santísima Virgen
María de Guadalupe nos ha mantenido de pie y seguramente nada sería lo mismo
sin la presencia de la fe católica en nuestras vidas.
Parece
que es una exageración decir lo anterior, pero nuestros valores universales
tienen un gran trasfondo cristiano. Y si no es así, díganme ¿Quién sino Cristo
nos enseñó a servir, a perdonar, a amar, a tener empatía, a desplazarse a donde
alguien sufre, a comprender, a escuchar, a solucionar organizadamente, a
desprenderse de lo propio, a defender, a salir al paso de las necesidades de
los otros? Para quien no lo tenga claro, ¡hay que leer el Evangelio¡
Y
el mismo Cristo fue quien nos habló de las Bienaventuranzas. Por si lo hemos
olvidado, vamos al Evangelio para leer en el capítulo 5 de San Mateo y en el 6 de San Lucas
lo que Cristo nos dice directamente. Porque las bienaventuranzas están en el
centro de la predicación de Jesús. Y en realidad, nos hacen dichosos a todos
porque iluminan nuestras acciones y las actitudes de la vida cristiana. Ellas
sostienen la esperanza en medio de las dificultades que la vida nos presenta, y
el terremoto o cualquier fuerza de la naturaleza, es una de ellas. Y nos queda
muy claro que dichosos los que ayudan, no solo por socorrer a los demás sino
porque nos desprendemos de lo que nos pertenece para realmente ejercer el amor,
la verdadera caridad.
Valiosa
es también nuestra fe en María de Guadalupe. ¡Cuánto tenemos que agradecerle!
El consuelo de sus palabras nos ha mantenido con calma, porque, ¡cuántos
pensamos en ella cuando la tierra temblaba! Y cuantos rezamos en voz alta,
junto con los otros, el Padre Nuestro y el Ave María. Cuántos recordamos “¿No
estoy yo aquí que soy tu Madre?” y dejamos nuestra vida en sus manos.
Y
a pesar de todos los fallecidos y de tanto dolor en las familias por los hijos
y los parientes muertos, aunque todo esté reciente, María es la única que nos
puede consolar. Ella comprende nuestro dolor, porque también perdió a su Hijo.
Pero Cristo resucitó, y gracias a ello, nosotros también tenemos la certeza de
la resurrección.
Por
eso, después de todas las calamidades que nos han sucedido, pongamos todo
nuestro corazón en ayudar a los demás, a ejemplo de Cristo y de su Madre. Y
apliquemos los principios de la doctrina social de la Iglesia, uno de los
cuales es la solidaridad. Que no nos venza el egoísmo y sepamos obedecer
instrucciones para servir mejor.
Demostremos que después de la tormenta, a pesar del
sufrimiento y el dolor, viene la verdadera calma: la solidaridad en el servicio
a los otros.
¡Así es como vive un verdadero discípulo de Cristo!
Por: Dulce Fernández
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