En
nuestra vida tenemos muy bien programadas nuestras horas, nuestras
semanas. Tiempo para trabajar, tiempo para el ejercicio, tiempo para
tomar alimentos, de preferencia los que más nos gustan, tiempo para
descansar o divertirnos, pero...
¿y el tiempo para Dios?.
No encontramos tiempo para Dios, para orar. teniendo comunicación con
El que es quién precisamente nos da ese tiempo que repartimos en
nuestro muy personal plan de vida.
Y
llega el domingo... Si estamos en un lugar de descanso, de monte o de
playa, ¡qué difícil es programarnos para ir a misa!. Si nos hemos
quedado en la ciudad, ¡con qué mezquindad le damos a Dios la media
hora de misa de los domingos!
Para
ir al cine, al teatro o a un evento deportivo nos ponemos diligentes
y contentos. Queremos llegar y llegamos antes de que empiece la
función, buscamos el mejor lugar para poder ver y oír lo mejor
posible, ¡no nos queremos perder ni un solo detalle!.
Pero la misa,
y eso que la entrada es gratis, no importa llegar cuando ya está
empezada la ceremonia y no nos interesa ver o no ver lo que el
celebrante hace o dice en el altar y nos quedamos en la entrada para
que en el momento de que nos den la bendición nos podamos ir
rápidamente .como el que termina un cometido fastidioso y poco
grato.
Sabemos
que la misa es el sacrificio incruento en que bajo las especies de
pan y vino convertidas en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo ofrece el
sacerdote al Eterno Padre. La misa es el acto esencial del culto
católico por ser el milagro del misterio Pascual del Hijo de Dios.
Como acto de culto a nuestro Creador es la adoración a la Divina
Majestad, la acción de gracias por los beneficios recibidos, la
reparación de nuestros pecados y de toda la humanidad, la
propiciación para alejar la ira divina, para oír su palabra y la
petición de la mediación de Cristo por todos nosotros.
Es
poder estar en la Cena del Señor la noche del Jueves Santo en el
espacio y en el tiempo. Es poder llegar con nuestro corazón hasta
Dios y si lo recibimos ,es alimentarnos de El y pedir que nos
acompañe en el camino que estamos recorriendo aquí hasta el final
de nuestros días.
Tarde
o temprano ese día llegará y no queremos presentarnos a El con la
frase tan conocida de "las manos vacías" sino con algo
mucho peor: con el corazón vacío de amor.
No
le hemos querido, no le hemos amado como El nos amó hasta dar la
vida por nuestra salvación eterna.
Vamos viviendo indiferentes a ese
gran amor y no sabemos corresponder.
Cuando
estemos en su presencia ¡ qué ansias de volver a empezar, qué
ganas de tener todo el tiempo del mundo como ahora, otra vez, toda
una vida para amarlo!.
Pensaremos,
aunque ya demasiado tarde, en cómo desperdiciamos los minutos, las
horas, los años en pequeñeces, en minucias que nos absorbieron, que
nos quitaron todo nuestro tiempo para al pasar por una Iglesia
entrar, dejando todas la preocupaciones afuera, y frente al Sagrario
decirle a Cristo simplemente: -"Te amo y aquí estoy".
Pasamos
la vida corriendo tras las cosas vanas y perecederas mientras que
apenas tenemos unas migajas de oración para Dios y con la media hora
escasa de los domingos en la Iglesia tenemos la conciencia tranquila
porque ya cumplimos. ....
Cambiemos
radicalmente la forma de vivir nuestra religión.
Seamos
radicales en este cambio. Desechemos la tibieza, el espíritu tacaño
para todo lo concerniente a las cosas de Dios y amémosle con
generosidad...
...empezando por cumplir con el primer Mandamiento que es:
Amar a Dios sobre todas las cosas.
¡Qué
se nos note que lo amamos, para que en los ojos de Cristo
encontremos, un día, el reconocimiento del encuentro con el amigo,
al llegar a su presencia!
Por: MARÍA ESTHER DE ARIÑO.
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